lunes, 25 de febrero de 2008

La misión del espinal

“Los danzantes ya olvidaron la Misión; todos tenemos que peliar por una misión, pero los de la danza, pos parece que ya lo olvidaron. Juí pa’ la mera capital, jui también al Querétaro y lo vide danzar, allá los vide, en el centro de la mera capital, y era claro como el agua del venero que ya olvidaron la Misión.
De aquí, de aquí merito salieron en un tiempo mucho viejo, y se jueron a llevar la danza, a hacer las conquistas; pero hoy su interés es namás verse bonitos con sus largas plumas; con sus cabezas de venado adornándolos; con las pieles de los gatos del monte; con los pellejos de las grandes víboras. O queren la danza para tener mujeres de otras nación extranjera; también danzan pa’ hacerse de centavos, andar mostrándose por aí en los tíatros como sí juese un espetáculo. O pa’ blar mal de los hijos de los de Castilla, escupiendo solo odio cuando hablan y hablan, o pa’ irse al cielo. La danza sirve pa’ munchas cosas, pero pa’ irse a lo que llaman el cielo, le falta muncho al espíritu, hay que cruzar las paredes del tiempo, los círculos de fuego, y la misión es un pequeño brinco. A veces me digo: ta’ güeno que hayan olvidado la Misión, digo, el lugar, por lo menos olvidaron el lugar (El Espinal), allí donde hay tanto teomil; por que munchos de ellos tan solo queren la droga y el teomil es droga si así lo queren, pero también es otra cosa, y si vienen por él, pos se lo acaban, seguro que se lo acaban. O quen sabe a lo mejor y el toemil les hace jallar la Misión. Pero para llegar a la Misión hay que cruzar el Espinal, ahí mero donde se da el teomil; en medio de las espinas, esta la verdá”

El viejo miró hacia el monte; metió en sus pulmones antiguos la bocanada de humo de su cigarro seco.

La danza
El inicio de nuestra danza se pierde en la neblina del tiempo, viene de más antes de la llegada de los aztecas a Tenochtitlan. Nuestra danza, es de más antes de la fundación de señoríos de las tribus que llegaron de Aztlan a las riberas de los lagos del valle del Anahuac. Nuestra danza es un regalo de los señores del tiempo y de las artes, de los señores de los sentimientos y de la diosa Luna. Nuestra danza nos la entregaron los abuelos primeros de la antigua Tollan.
Cuentan los más viejos, que a los más viejos contaron, que a los más viejos los cantadores y los que hilvanan historias y leyendas les dijeron:
Que hubo un tiempo en que el movimiento no existía y que los astros en el cielo, estaban ahí siempre, sin moverse; que habían sido formados con la magia que los señores del cielo tienen; que fueron hechos de manera hermosa, pero que al no tener movimiento, tampoco sobre la tierra lo había, ya que a imagen y semejanza estaban las plantas, los animales y los hombres y que así, solo una generación había vivido y luego muerto, pues sin movimiento las especies no habían podido ni siquiera procrearse. Y cuentan también que entonces, los dioses primeros al ver lo sucedido, buscaron la manera de que esto cambiara. Y fue que los dioses volvieron a crear al hombre, y los dioses echaron al alma de los hombres el ritmo y al alma de los astros el ritmo, y al alma de los animales y plantas el ritmo y el ritmo generó en todos alegría, y así danzaron y así se movieron, y así, con el ritmo pleno en su ser, copularon. Y fue de este modo que la danza y la música se formó, y con ellos la continuidad de la vida.
Tollan
Era bella como la metáfora de las estrellas. Era, dicen los anteriores abuelos, donde el corazón floreaba y echaba sus destellos a través de los ojos de los tolteca. Sobre sus calles decoradas de verdor y luz, deambulaban los ayunantes que salían de su recogimiento; les mirabas al rostro y quedabas pasmado. Luego muchos se iban a continuar con su misión a Chicomoztoc. Los anteriores abuelos me susurraron al oído que de ahí viene la danza, que ahí se generó la maravilla, que ahí los “con rostro” la tomaron de nuestros dioses del alba y del amor, que la diosa luna puso su tímida sensualidad. Los “con rostro” habiendo dominado los cuatro rincones del universo les llegó a su ser la quinta esencia, el aroma de la flor y la tonalidad del canto.
Los venidos del norte (llamados chichimecas) eran habilidosos guerreros, que destruyeron la ciudad y después de la barbarie, la tonalidad de la luz en los ojos de los tolteca, que nunca se eclipsó, conquistó a los norteños y los atrajo para apasionarse a la cultura y la ciencia; al arte, a la flor y el canto. Los norteños continuaron al sur y establecieron su imperio en Tenayocan. Allí construyeron un pequeño tributo a la toltequidad, que alcanzó su máxima expresión en Acolhuacan, y que tuvo como expresión sublime al rey poeta Nezahualcoyotl.


Cuicacani

¡El cantador lo miró en su corazón! El afamado cantador, que se pintaba el rostro con colores de resinas vegetales, en su visión lo admiró. Él lo vio.
El humilde cantador -que se decoraba para la fiesta de Tezcatlipoca, de aquellos púrpuras intensos y en la primavera se coloreaba el cuerpo de rojo, de sangre se teñía, imitando al señor Xipe Totec- lo miró en su corazón. Aunque él, era un cantador que más bien dedicaba su vida al culto de Macuilxochitl -aquel que le hacía buscar en los confines de su canto interior la verdad-.
Y sí como lo había dicho ya el poeta Nezahualcoyotl, que ante la incertidumbre del paso sobre la tierra, lo único que queda es dejar cantos y flores: ¡Quizá solo el instante en que se canta tiene trascendencia! ¡Esa era su verdad, no la guerra! -para ello estaban los audaces capitanes que habían llegado hasta las tierras del Peten-. Él solo era devocionario del canto, -el señor Macuixochitl se lo dijo en una revelación:
“La primera flor es el conocimiento,
La segunda es la sensibilidad,
La tercera es la intuición,
La cuarta es la voluntad.
Yo soy la quinta flor, soy la quinta esencia,
Dentro de mi sendero está tu destino, en mi oficio esta tu Misión”.

El afamado cantador se colocó detrás del huehuetl. Sentado en un pequeño banco de tul empezó a tocar ligeramente el venerable huehuetl. La plaza estaba silenciada. Los niños lo miraban con sus ojitos de luciérnagas al reflejo de las teas que alumbraban la plaza. Los templos con sus grandes braceros se imponían, por el color blanco de la cal con que eran cubiertos y que hacía verlos como enormes guardianes vivos. Aún el roce mínimo de las yemas de sus dedos sobre el cuero del huehuetl se escuchaba. Los adolescentes estaban igual, atentos; sobre todo los que salieron del Telpochcalli, ya que ahí, era precisamente que aprendían a invocar con el canto el favor de los “dioses”. Él era para ellos un maestro del cual podrían aprender algo; era ocote y luna llena.
Era famoso el cantador. Traía la fama de sus visiones y de lo intenso de su canto, pues a través de su oficio, los antepasados le contaban la historia a su pueblo desde la salida de Aztlan ó incluso antes, más antes.

El cantador empezó como el zumbido de las luciérnagas, ligero a murmurar un leve canto que fue subiendo de intensidad.
Comenzaron primero los “saludos”a los guardianes de los elementos y de las dimensiones espirituales, al tiempo que los músicos con un suave acompañamiento le matizaban el monótono tam..., tam..., del huehuetl, así, los teponaztles, las flautas de barro y de carrizo, se oían sin perturbar para nada al cantador. Invocado fue primero “El Hacedor de Todo” y luego los que estaban más cercanos al hombre, los llamados “dioses”.
La noche comenzaba. La brisa (que a la caída del sol se deja venir en la primavera) movía ligeramente los estandartes que lucían los Teocaltin o templos, o en las espaldas de los guerreros -que también como los niños y jóvenes atentos escuchaban al famoso cantador, le oían con respeto-.
Después de haber saludado, el aire le susurro la historia de la creación del canto; de cómo fue que al hombre llegó el canto; cómo fue que los “dioses”, compadecidos de la pena de los primeros hombres mandaron el canto. Fue que a través del aire, le dijeron que a los hombres el canto llegó cuando el pájaro de “cuatrocientas voces” (que en aquel tiempo lejano su canto era con palabras), decidió donarlo al ver la pena de estos, dignamente lo ofrendó; y en premio los “dioses” al “Cuatrocientas voces”, le dieron cuatrocientos cantos. Era una historia nueva, nunca antes se había oído, por eso estaban tan atentos, pues el cantador siempre traía historias nuevas.
La noche seguía su curso, el cantador continuaba narrando, era un manantial que no dejaba de manar su canto hermoso. Los danzantes (que además eran como actores) posesionados de la música y de la narración, con sus movimientos iban describiendo las historias.

Entonces, las lagrimas comenzaron a mojar el rostro del cantador, sus labios fueron bordando un relato de muerte y desolación, de humo negro; el tlahtoani se levantó de su asiento, se le veía realmente apesadumbrado; los sabios que lo rodeaban, secreteaban entre ellos; la brisa de primavera se puso un tanto helada; las mamás jalaron sus chiquitos; los guerreros impávidos y adustos permanecieron hasta el final, ¡hasta el final permanecerían!, ¡para eso eran los guerreros! El cantador siguió bordando su canto aún a pesar del dolor, hasta que habiendo terminado, su cuerpo cayó sobre el huehuetl, con el llanto incesante de la pena.

Temachtiani

No habría poema más triste y hermoso que el que se puede sacar de la historia americana. No se puede leer sin ternura y sin ver, como flores y plumas por el aire, uno de esos buenos libros viejos que hablan de la América de los indios, de sus ciudades y de sus fiestas, del mérito de sus artes y de la gracia de sus costumbres.
José Martí

Hubo muchos motivos por los cuales se derramaron tantas lagrimas: tristeza por las familias enteras que murieron peleando hasta el último impulso de valor; por el recuerdo de ver los cuerpos flotando en los canales de esa agua tan preciada (imagínense a los niños que ahí se bañaban casi diario al salir el sol, mirarlos jugar en el agua, chapoteando en los canales que pasaban frente a sus casas de tul y carrizos y luego, verlos ahí, en la misma agua, ¡flotar muertos!); a los guerreros que deambulaban por las plazas con sus penachos de plumas azules, rojas y amarillas, andaban en las calles, engalanaban la plaza con sus escudos en la espalda y sus bellas flores en ramillete -que al olerlas parecían robarles el aroma-, igual, ¡muertos! Dolor por las flores marchitas, pisoteadas, llanto por las flores; el bullicio de los tianguis: ¡callados!; dolor por no ver más al tlahtoani con su comitiva de grandes señores, que andaban de aquí para allá, saludando a las gentes, visitando al consejo de ancianos; no verlo nunca más presidiendo las ceremonias importantes, no verlo más.
Tristeza por no oír a los aguadores con sus cantos, ofreciendo el agua que traían del acueducto de Chapultepec (que fue lo primero que destruyeron); no ver más a las viejecitas que se juntaban allá, por Cuepopan, para compartir sus secretos sobre herbolaria y parto, que compartían su saber, su oficio; ni ver a los muchachos en las milpas cuidando el maíz, el fríjol y el chile, muy bien cuidaban al maíz; ni oír el sonido opaco de los cantos que venían del Cuauxicalli, tampoco ver a los jovencitos que salían al patio del Telpochcalli en la tarde, a despedir al sol con sus alabanzas y ritos -y eso es especialmente triste para mí, no oír sus cascabeles de cobre zumbar, ni sus sonajas, ni el huehuetl, con su sonido monótono y grave-.
¡Ya cuanto tiempo pasó que no hay el cantar de los poetas ahí! ¡Ya cuanto tiempo mi Señor!: de Xochitonal, el que venía de Tenayocan; el menudito Tlacateomazatl; o la bella Matlactli ihuan ce, que llegaba de Xochimilco y que enardecía las fiestas con su belleza femenina, enaltecía las fiestas, daba fama. Pocos fuimos los que quedamos, El Dador de la Vida no dispuso que fuésemos ya al Mictlan o al Tonalcalli, nos dejaron inermes ante la adversidad, inermes nos dejaron. A unos se los llevaron a Tlatelolco, están allí con uno de los Tlayacanqueh que vinieron con los teules, de los que hablan el idioma de su Dios, de los que platican con su Dios; a otros nos pusieron a acarrear el tezontle -¡Ay que dolor, si todavía tienen la cal blanca del templo de nuestro señor Tlaloc!-, ir llevándola de aquí para allá; dicen que ahí van a parar un Templo Mayor para su Dios.
Cuando es de noche nos arrinconan a todos, a los pocos que quedamos de Tenochtitlan con los de Tlaxcallan, con los de Tlacopan, con los de Tezcuco, y en lo oscuro (cuando ya todos duermen) yo recuerdo, el recuerdo es mi vida, el aliento de mi padre Quetzalcóatl.
Y entonces, en el espejo negro humeante llevo encendida la memoria, el canto del huehuetl que se quedó a sonar acá adentro, y en el corazón marco con él los ritmos de todas las danzas, las mismas que enseñaba a los jóvenes para la “veintena” en la que se adornaban los templos con banderas de papel; las danzas para agradecer al Señor del Fuego Nuevo; las danzas que
se realizaban alrededor de un “amarre de tilmas”; las danzas para acompañar a un difunto, las danzas para “sembrar” un nombre, las danzas para recoger el heno y las mazorcas; las danzas..., las danzas...
¡Nadie es amigo de El que hace las cosas!
¡Nadie tiene los favores de El inventor de sí mismo!

Nuestros dioses eran de guerra y recibimos con paz a los invasores; su Dios era un Dios de paz y nos sometieron con una guerra despiadada; nosotros éramos un imperio y los recibimos como el pueblo más humilde y ellos en cambio nos traicionaron. Cuando en las guerras tomábamos un prisionero, le dábamos la oportunidad de pelear por su vida y ellos mataron despiadados a todo aquel preso. Nosotros éramos consecuentes con la enseñanza de los viejos. Nosotros pagamos con la sangre de nuestros hijos el dolor que infringimos como imperio a otros pueblos, ellos, ¿cuando pagaran por su infamia?

miércoles, 6 de febrero de 2008

la mision del espinal

que es para ti La Mision del Espinal